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Los chilenos desde hace más de 50 años piden soluciones sanitarias para recuperar la costa que les fue arrebatada de la manera más cruel. En Quintero-Puchuncaví la contaminación es total.

En la costa central de Chile, a poco más de 160 kilómetros de Santiago, se levanta una zona que simboliza las contradicciones del desarrollo latinoamericano. En Quintero y Puchuncaví, dos comunas que alguna vez fueron balnearios apacibles, el aire se volvió espeso, los suelos se ennegrecieron y el mar perdió su vida. Hoy, este lugar es conocido como “el Chernóbil chileno”, un apodo que resume décadas de contaminación industrial, crisis sanitarias y abandono estatal.

El origen del problema se remonta a los años 60, cuando el Estado chileno decidió instalar en la bahía un complejo industrial energético y metalúrgico con el objetivo de impulsar el desarrollo económico. Lo que comenzó con una fundición de cobre, Ventanas, terminó convirtiéndose en un cordón industrial de más de 15 empresas, incluyendo refinerías, termoeléctricas, plantas químicas y cementeras.

Con los años, la región se transformó en una de las zonas más contaminadas del país, acumulando altos niveles de dióxido de azufre, metales pesados, petróleo y compuestos volátiles. Los vientos costeros empujan los gases tóxicos hacia los pueblos cercanos, donde viven más de 50.000 personas.

Desde 2011, el Ministerio de Salud de Chile declaró más de 80 episodios de intoxicación masiva en la zona. En varios de ellos, decenas de niños fueron hospitalizados por náuseas, convulsiones y desmayos. Las investigaciones apuntaron a emisiones de gas y partículas tóxicas provenientes del complejo industrial, pero los responsables nunca fueron identificados de manera concluyente.

Estudios del Instituto de Salud Pública confirmaron altas concentraciones de arsénico, plomo y mercurio en el aire y en la sangre de los habitantes. Los niveles de cáncer y enfermedades respiratorias duplican los promedios nacionales.

“Acá ya no hay amaneceres limpios —decía una vecina en una entrevista a medios locales—, uno se acostumbra a sentir el aire quemado.”

Durante años, los gobiernos chilenos se limitaron a imponer planes de descontaminación insuficientes. Recién en 2022, bajo presión social, se anunció el cierre progresivo de la fundición Ventanas, operada por la estatal Codelco. Sin embargo, las demás industrias continúan activas, y el aire sigue cargado de residuos.

La zona fue reconocida oficialmente como “zona de sacrificio ambiental”, una categoría que expone la paradoja del desarrollo extractivo: regiones enteras condenadas a contaminarse para sostener la economía nacional.

Lo que sucede en Quintero y Puchuncaví no es un caso aislado. Es el espejo de una Latinoamérica que avanza sin planificación ambiental, donde el progreso industrial muchas veces se impone sobre la salud y los ecosistemas.

El mar, antes fuente de pesca y turismo, hoy presenta niveles críticos de hidrocarburos y metales pesados. Las napas subterráneas están afectadas, y los bosques costeros se secan lentamente. El costo humano es tangible: niños con enfermedades respiratorias crónicas, adultos con cánceres relacionados a la exposición prolongada a metales y comunidades enteras desplazadas.

El caso del “Chernóbil chileno” deja una lección clara: la sostenibilidad no puede ser un lujo posterior al desarrollo, sino su condición de posibilidad.

El cierre de Ventanas, aunque tardío, marcó un precedente. Hoy, organizaciones ambientales y científicas chilenas impulsan una transición hacia un polo industrial verde, con monitoreo en tiempo real de emisiones, reconversión energética y restauración ambiental.

Aún falta mucho, pero algo cambió: la sociedad chilena ya no tolera el silencio que cubrió décadas de contaminación.

“El progreso que destruye la vida no es progreso —es deuda.” En Quintero y Puchuncaví, esa deuda ambiental sigue abierta, y su historia sirve como advertencia para todo el continente.

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