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En el corazón de Pensilvania, Estados Unidos, existe una ciudad donde el fuego nunca se apaga. Donde el humo brota del suelo y el aire tiene un olor metálico, casi sulfuroso. Una ciudad que alguna vez fue un próspero pueblo minero y que hoy aparece en los mapas como un punto vacío, una advertencia.Su nombre

En el corazón de Pensilvania, Estados Unidos, existe una ciudad donde el fuego nunca se apaga. Donde el humo brota del suelo y el aire tiene un olor metálico, casi sulfuroso. Una ciudad que alguna vez fue un próspero pueblo minero y que hoy aparece en los mapas como un punto vacío, una advertencia.
Su nombre es Centralia, y desde 1962 arde bajo tierra.

El origen de esta historia es tan simple como trágico. En mayo de 1962, un grupo de trabajadores municipales encendió un fuego para eliminar la basura acumulada en un vertedero, una práctica habitual antes del Memorial Day.

Sin saberlo, las llamas alcanzaron una de las grietas de ventilación que comunicaban con los túneles de carbón abandonados bajo el pueblo.

A partir de ese momento, el fuego encontró combustible infinito. Las llamas comenzaron a desplazarse por las galerías subterráneas, alimentadas por las vetas de carbón bituminoso. Los intentos iniciales por apagarlo fueron insuficientes: se arrojaron toneladas de tierra y se sellaron accesos, pero el fuego reaparecía por otra boca de mina. Nadie imaginaba que aquel incidente local se transformaría en una catástrofe ambiental que aún continúa.

Durante los años 70, Centralia seguía siendo un pueblo de alrededor de mil habitantes. Las minas ya no estaban activas, pero la comunidad mantenía su vida cotidiana. Sin embargo, el suelo comenzó a cambiar: aparecieron grietas de las que emanaba humo caliente y gases tóxicos.

El olor a azufre se volvió parte del paisaje. Las mediciones de monóxido de carbono dentro de las casas aumentaron y las temperaturas del terreno superaban los 70 grados en algunos sectores.
En 1979, el propietario de una estación de servicio local descubrió que el tanque subterráneo de combustible alcanzaba los 80 °C. Fue el primer gran indicio de que el infierno avanzaba bajo sus pies.

La crisis se volvió innegable en 1981, cuando un niño de 12 años cayó en un cráter que se abrió repentinamente en su patio trasero. Todd Domboski sobrevivió gracias a que un primo logró rescatarlo antes de que lo tragara la tierra. El pozo, de más de 40 metros de profundidad, expulsaba gases venenosos.

El incidente atrajo la atención nacional. El gobierno estatal y el federal intervinieron con un plan de emergencia. En 1983, el Congreso de Estados Unidos destinó más de 40 millones de dólares para financiar la reubicación de las familias y compensar económicamente a los habitantes que decidieran abandonar sus viviendas.
La mayoría aceptó, pero algunos se negaron a dejar el lugar donde habían vivido toda su vida.

Las demoliciones comenzaron ese mismo año. Calles cortadas, casas tapiadas, negocios cerrados. Centralia se transformaba lentamente en una ciudad fantasma.

A principios de los 90, el gobierno de Pensilvania tomó una decisión definitiva: declaró a Centralia zona de peligro inminente y expropió todas las propiedades privadas restantes.
El código postal 17927 fue anulado, y el pueblo fue oficialmente borrado del registro estatal.

Solo un puñado de familias se mantuvo en resistencia, apelando las decisiones judiciales y reclamando su derecho a permanecer. En 1992, la Corte Suprema estatal rechazó sus pedidos y confirmó la expropiación. El incendio, entretanto, seguía propagándose por las vetas de carbón, con temperaturas que superaban los 500 grados Celsius en algunos túneles.

Con el cambio de milenio, Centralia ya era sinónimo de desolación.
Las calles estaban cubiertas de grietas y el suelo humeaba incluso en invierno.
El último censo de 2000 registró menos de una docena de residentes. En 2006, el gobierno de Pensilvania revocó la carta constitutiva del municipio, lo que significó su disolución oficial como entidad legal.

Paradójicamente, el único edificio que aún se mantiene en pie es la iglesia ortodoxa ucraniana de San Miguel, construida en 1911 sobre una colina que el fuego nunca alcanzó. Cada domingo, algunos fieles regresan allí, como si buscaran redimir el alma de un pueblo condenado.

En 2013, un fallo judicial permitió que los pocos habitantes restantes vivieran allí hasta su muerte natural, aunque las tierras seguirían siendo propiedad del Estado. Hoy, se estima que solo cinco personas permanecen en Centralia.

Apagar el incendio de Centralia es, según los expertos, técnicamente imposible.
Las vetas de carbón que alimentan las llamas se extienden por más de 15 kilómetros, y removerlas implicaría excavar toda la zona. Los costos superarían los miles de millones de dólares y los riesgos serían incalculables.

Los científicos del Servicio Geológico de Estados Unidos calculan que el incendio podría continuar activo durante al menos 300 años más.
Mientras tanto, el subsuelo emite gases venenosos y calor constante, creando una atmósfera tóxica que convierte a la zona en un páramo inhabitable.

La historia de Centralia trascendió las fronteras del medioambiente.
Inspiró películas, documentales y videojuegos, entre ellos el célebre Silent Hill, que recrea su paisaje de niebla y abandono. Pero más allá de la cultura popular, el caso funciona como una advertencia sobre el impacto humano en los ecosistemas.

Lo que comenzó como una simple quema de basura derivó en uno de los incendios más largos y costosos de la historia moderna. Un recordatorio de que las decisiones más pequeñas pueden desencadenar consecuencias irreversibles cuando se combinan con negligencia, falta de planificación y explotación sin control.

Hoy, Centralia no figura en los mapas turísticos. Su territorio está acordonado y las carreteras que la atraviesan llevan señales de “Peligro: suelo inestable”.
El fuego sigue ahí, respirando bajo la tierra, como una herida abierta en la memoria del planeta.

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